El nuevo modelo de atención centrado en la persona debe partir de la pregunta sobre qué saber hacer con la vejez de cada mayor
Venía ocurriendo desde hacía tiempo, pero la pandemia hizo aflorar un cuestionamiento del modelo que llevábamos practicando durante décadas en el sector residencial. Un modelo basado en el paternalismo, en el que los profesionales, desde nuestra categoría de “expertos”, indicábamos a residentes y a familias cómo debían vivir. Este paradigma, cuestionado por muchos, explotó no con la sangría de fallecimientos que provocó la covid-19, sino por cómo habíamos permitido y propiciado, bajo el argumento de su seguridad, esas muertes y cómo tratando de garantizar su salud (sin lograrlo, diría yo) les robamos durante meses el amor con los suyos. Manos a la obra, las instituciones sociales, bien asesoradas por los que conocen el ámbito de los mayores, diseñaron una nueva manera de cuidar. De cuidar desde el respeto a la autonomía -autonomía decisoria-, en la que ellos puedan tomar parte activa de su vida teniendo en cuenta sus potencialidades y atendiendo, desde el acompañamiento, a sus necesidades.
En estos nuevos tiempos, muy ilusionantes para los que siempre hemos creído en él, hablamos mucho de proyecto de vida, de narrativas personales, de la necesidad de una escucha, de planes de decisiones anticipadas, de atención a la diversidad, de la importancia de romper con la homogeneización … Pero una vez más hemos comenzado la casa por el tejado. Primero, porque en estos nuevos protocolos y manuales de buenas prácticas hay mucha intención, intención de la buena, pero no llegan a concretar cómo hacerlo, dejando a la libre interpretación, pero sobre todo al compromiso real que exista en cada centro, su ejecución. Pero también porque antes de implantarlos no hemos dedicado ni el tiempo ni el trabajo suficiente para que en los equipos se incentive un cambio de mirada imprescindible para saber hacerlo.
Este nuevo modelo implica amplitud de miras, creatividad en la búsqueda de soluciones muchas veces nada ortodoxas, aceptar la diversidad y avanzar en que la atención residencial representa mucho más que atender a “los abuelitos que tienen demencia” y en la que no sólo caben, sino que deben caber, otro tipo de mayores, de diferentes edades y en distintas etapas vitales, con problemáticas muy diversas, que en la mayoría de casos, además, no son estancas y se presentan varias a la vez… Todo esto implica no más trabajo, sino una manera muy diferente de trabajar. Y nuestra realidad, la de los que cada día nos dedicamos a este terreno, vemos que los equipos no están preparados; que no hemos hecho “como equipo de trabajo” el cambio de mentalidad trascendental que esto conlleva. De esta manera, un modelo como éste, que debería ser aceptado con júbilo, provoca en muchos casos rechazo, reticencias y mucho miedo, actuando en cada caso, no pocas veces, “como se debe ahora”, pero sin unos principios éticos mínimos compartidos, con reacciones sobre la marcha y pasando directamente del paternalismo anterior al autonomismo. Y cerrando en muchas ocasiones los espacios de escucha que los residentes necesitan por vernos incapaces de solucionar sus problemas y no ser capaces de hablarlo abiertamente con ellos.
Pero además de todo esto, este nuevo modelo de residencias en los que debe primar el proyecto de vida de cada persona suele comenzar con los casos de personas mayores cognitivamente funcionales, institucionalizadas. Personas que vivían solas, que en un momento determinado sufrieron una complicación en su salud y que fueron derivadas a un ingreso en residencia. Decidir, decidieron ellos, porque –decimos- “firmaron ellos todos los papeles”. Pero lo hicieron en un momento de vulnerabilidad y fragilidad, en el que probablemente necesitaban este recurso, aunque sin considerar que podía ser “para siempre”. Muchos de estos residentes, con los cuidados que les ofrecemos, son incluso capaces de revertir su situación aguda, pareciendo al menos que podrían resituarse en la etapa anterior a la enfermedad con el recurso a algún tipo de ayuda extra.
Es ahí, muchas veces tras periodos de adaptación muy exitosos desde el inicio, cuando comienzan a cuestionarse su estancia y reclaman volver a casa. Pero ya no hay nada que hacer y deben aceptar el destino que las circunstancias ha propiciado. Y lo han de aceptar no porque deba ser así, sino porque no hay servicios suficientes ni centrados en las casuísticas personales que les permitan vivir en un domicilio con las nuevas necesidades. Necesidades nuevas sí, pero no tantas ni tan graves como para que justifiquen una institucionalización de por vida.
Por eso digo que hemos empezado la casa por el tejado: este modelo de atención centrado en la persona debería comenzar en hospitales y servicios sociales de base, evaluando de manera justa las necesidades del momento, pero atendiendo a la posibilidad de recuperación y los deseos de la persona para poder ajustar los servicios, según la coyuntura, a lo que simplemente necesite. No tratar de ponernos la tirita antes de la herida facilitando el servicio para la mayor dependencia (con el coste económico que también supone para la sociedad) antes de que ocurra. Esto no es “cuidar en la vejez”. Este nuevo modelo debe suponer, antes de cualquier otra premisa, “qué saber hacer con la vejez de cada persona”.
Soraya Pérez/Psicóloga social