
Soraya Pérez Rebollar
Psicóloga. Responsable del Comité de Ética de GSR (Grupo Servicios Residenciales)
“Nadie tiene derecho a mirar a otro desde arriba, salvo que sea para ayudarle a levantarse.”
Gabriel García Márquez
En el centro de la casa hay una mujer que cuida. No siempre se ve, no siempre se nombra, pero está. Sostiene rutinas, cuerpos, memorias. A menudo vino de lejos, con una maleta ligera y una carga pesada: la de dejar atrás su historia para sostener la de otros. Y en ese gesto, que parece unidireccional, se traza en realidad un vínculo que transforma a ambas partes: la que cuida y la que es cuidada.
Ese lazo no es menor. Es el punto de cruce donde una sociedad se reconoce vulnerable. Porque el cuidado no es una función “auxiliar” ni un trabajo “menor”; es la base silenciosa sobre la que se edifica todo lo demás.
Cuidar implica renunciar. A veces a horas de descanso, a proyectos propios, a estabilidad emocional. Ser cuidado también exige una forma de renuncia: Al control total sobre uno mismo, a la autosuficiencia, a cierta autonomía y libertad. En ese cruce —de dependencia, sí, pero también de entrega— se firma un contrato invisible. No se escribe, no se firma con tinta, pero marca: transforma a quienes lo habitan.
“Cuidar es un verbo frágil”, dice la escritora francesa Cynthia Fleury, “porque nombra aquello que hacemos cuando ya no hay más armas que el cuerpo y la palabra.” Es un acto de responsabilidad y de humanidad.
Las estadísticas lo confirman: la mayoría de quienes cuidan en los hogares europeos son mujeres migradas. No es casual. La cadena global del cuidado traslada el peso de la sostenibilidad de la vida a espaldas femeninas, racializadas y empobrecidas. Mientras unos cuerpos descansan, otros se desgastan. Mientras unas familias se sienten sostenidas, otras quedan en pausa.
¿Qué dejamos de ver cuando hablamos de cuidado como si fuera una cuestión privada, doméstica? ¿Qué tipo de sociedad se construye cuando normaliza que alguien solo pueda avanzar en su proyecto vital a costa de postergar o perder el de otro también vulnerable?
La filósofa Judith Butler nos recuerda que somos cuerpos en relación. No existimos sin los otros. Pero el neoliberalismo ha impuesto la fantasía de la autosuficiencia, esa que se tambalea con la aparición de una enfermedad, cuando llega la vejez u ocurre un accidente. Entonces, ¿por qué el cuidado no ocupa el centro del debate público? ¿Por qué en la última reunión de presidentes autonómicos el cuidado no formaba parte de los 14 primeros temas a tratar?
Cada vez que una cuidadora sostiene la mano de una persona mayor, cada vez que le recuerda que ha comido, que debe tomar la medicación o simplemente le escucha contar por décima vez la misma anécdota, algo se repara. Pero también algo se desborda: porque ese vínculo interpela. ¿Quién pone el cuerpo por quién? ¿Quién sostiene a quien sostiene?
“Todo cambia”, decía Mercedes Sosa. Pero no todo cambia solo: cambia cuando se nombra, cuando se reconoce, cuando se exige otra lógica del vivir juntos.
Cuidar no es solo un acto íntimo. Debe formar parte de un pacto social. Es asumir como sociedad que la fragilidad es constitutiva del ser humano, no un error del sistema que eliminar o reducir. Una sociedad justa no es la que protege solo a los “productivos”, sino la que garantiza que todos los cuerpos —los niños, los enfermos, los viejos, los que migran— puedan vivir con dignidad. Y que quienes los cuidan puedan hacerlo sin sacrificar la suya.
“No es amor lo que nos falta, sino cuidado”, escribía Byung-Chul Han. Quizás sea tiempo de cambiar la pregunta: no quién cuida, sino cómo nos organizamos colectivamente para que cuidar no duela tanto. Para que cuidar no signifique dejar de vivir tu propia vida.
La mujer que cuida en la casa no solo lava, da de comer, cambia sábanas. También deja mensajes para quien quiera verlos: que el mundo es interdependiente. Que necesitamos del otro y que ese otro, al cuidarnos, también está buscando una oportunidad de vida.
Volver el cuidado visible no es una consigna bonita. Es una urgencia ética. Porque cuidar, en su forma más profunda, no es servidumbre: es encuentro.