Soledad y desvarío vestidos con pijama y una bata de residencia. Una caída en el baño sin conciencia de la humillación de no haber podido llegar a tiempo para orinar como se debe y se quiere. Un protocolo que se aplica con precisión asistencial, pero también con el temor epidérmico a lo que pasa y a lo que pueda pasar; nos asustan los viejos y lo que les ocurre a los viejos, la zozobra nos embarga tras el desgarro mortal de la pandemia y la culpa, no expiada, por tantas muertes sin una última mano a la que aferrarse. Un box de hospital de madrugada, frío fuera, la gelidez del olvido por dentro, el agujero negro del vacío, la desmemoria que no distingue rostros ni quejidos ni afrentas. Alguien podría acercarse a él y maltratarle, y no podría contárselo a nadie. Quizá exista un mayor desvalimiento que no saber ya quién se es: haber perdido toda capacidad para reaccionar ante el dolor y ante quien pueda provocártelo.
La soledad sin sentido de las horas, del espacio, de la vida, aparcada en las dependencias de un hospital. Quien aplica el protocolo, por convicción o por obligación, ha avisado a la familia del paciente al tiempo que la ambulancia parte de la residencia. Alguien sobresaltado en plena noche y en lo más hondo se viste a toda prisa y coge el coche para intentar adelantarse a la desgracia. Pero la prisa no es lo suficientemente rápida para ganarse a sí misma, para que esa hija aturdida entre en el hospital antes que su padre. Así que éste, que ya no reconoce quién es ni cómo se llama ni puede identificar el lugar en el que se encuentra y a aquellos que le rodean, se queda unos minutos sin compañía en una sala hospitalaria que para él representa la mitad de la nada. El centro de ninguna parte.
Esa hija asustada, que se debate entre que su padre viva y la angustia de haber empezado a pensar que quizá –solo quizá, la idea la destroza- estaría mejor muerto que sometido a la dependencia más atroz, llega al fin a su destino. Cobija su padecimiento en esa mano huesuda capaz aún de apretar y en el afecto de una enfermera entrenada para acunar a quienes sufren. No hay calor en la consulta del médico, un joven formado, educado y cuidadoso especializado en fracturas de huesos pero no del alma, por lo que tarda en percatarse de que es el alzhéimer el que le mira desde esos ojos inertes. Aunque parezca mentira en esta sociedad tan moderna, aséptica y tecnificada en la que aspiramos a cuidar a nuestros mayores en geriátricos del siglo XXI con habitaciones individuales y mobiliario de inspiración nórdica –además del continente, ¿cuánto pesa el contenido?-, el octogenario no es identificado al ingresar en el hospital como una víctima del mal del olvido. Alguien escribe que el paciente, que ha permanecido solo unos minutos interminables, está “consciente y orientado”. Alguien acabará redactando un informe con un ‘corta y pega’ de otros y con una redacción más confusa que el aturdimiento que lleva años alejando de la vida merecedora de ese nombre a este hombre viejo, vulnerable y desvalido.
No hay ambulancias disponibles y sí una fila de enfermos aguardando. La hija pide ayuda para acomodar en su coche al padre descalzo, en pijama y tembloroso por el frío de madrugada. Le devuelve a la residencia, castigándose por no poder ya atenderle como el amor requiere. Como el amor exige.
(Este episodio no es ficción. Ocurrió una noche de primavera, con personas que libran su batalla cotidiana con la enfermedad para que no les venza mientras reste un suspiro de vida. Ocurrió entre nosotros, agazapados en la trinchera confiando en que los protocolos ordenen el desorden del alzhéimer pero sin mirarlo de frente y orillando, demasiadas veces, la lucidez y el sentido común).
Lourdes Pérez Rebollar
Patrono Aubixa Fundazioa