Durante siglos, la vejez podía en gran medida equipararse a la desprotección: las personas mayores carecían en general de recursos propios −salvo los ahorrados−, tenían una esperanza de vida corta y mayor riesgo de enfermedad. Sus condiciones de vida dependían de la solidaridad familiar −de la norma moral impuesta a sus hijos e hijas para que les cuidaran y prestaran apoyo− y, salvo en el caso de las personas más adineradas, se enfrentaban a vejeces cortas y precarias.
El crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial y el desarrollo del Estado de Bienestar cambiaron de raíz, en pocas décadas, esta situación: las personas mayores viven hoy vejeces largas, gran parte de ellas en buena situación de salud y con unos ingresos económicos mínimos en gran medida garantizados. Los cuidados que precisan en caso de dependencia están −aunque de forma insuficiente y parcial− cubiertos por los sistemas de atención a la dependencia y cuentan, en muchas ocasiones, con un patrimonio económico o inmobiliario reseñable. Como consecuencia de todo ello, la actual generación de personas mayores disfruta como colectivo de unas condiciones de vida −económicas, de tiempo, de salud y de influencia política− inéditas en la historia. La pobreza entre las personas mayores no ha sido completamente erradicada, pero resulta un fenómeno relativamente residual.
Paralelamente, la situación de las generaciones más jóvenes ha empeorado de forma notable durante las últimas décadas. El conjunto de los países occidentales, y especialmente los países del Sur de Europa, han apostado de forma consciente, desde los años 80 del siglo pasado, por desarrollar políticas que han ignorado los derechos de las personas jóvenes: el modelo de protección social, el mercado de la vivienda y el mercado de trabajo se han diseñado al margen −o en contra− de los intereses y las necesidades de la juventud, a partir de la idea de que serían las familias quienes se harían cargo de responder a las necesidades de las personas jóvenes. Como consecuencia de todo ello, las tasas de pobreza son durante la infancia y la juventud muy elevadas −cuatro o cinco veces mayores que entre las personas mayores−, las tasas de fecundidad se han desplomado y se extiende entre la población joven un sentimiento de abandono: salarios bajos, prestaciones inexistentes, dificultades para la emancipación y el acceso a la vivienda, problemas de conciliación, emigración forzada, expectativas truncadas…
La desigualdad −entre las personas jóvenes y las mayores, y entre las propias personas jóvenes− caracteriza en gran medida las perspectivas vitales de la juventud. Esa desigualdad se transmite además, en gran medida, de padres a hijos, en un contexto en el que crece la pobreza infantil y la herencia −económica, patrimonial, educativa, cultural y relacional− que las familias legan a sus hijos/as recupera su importancia.
No cabe duda de que la descripción recogida en los párrafos anteriores requiere matices y aclaraciones. Pero responde a una realidad objetiva y a la percepción de buena parte de las generaciones jóvenes. Responde, sin duda, a la evolución y al diseño de nuestro modelo de protección social y, en cierto modo, a su éxito a la hora de brindar la protección necesaria a las personas mayores. Esta realidad requiere, en cualquier caso, avanzar en un nuevo pacto intergeneracional que permita redefinir el funcionamiento del mercado de trabajo, del mercado de la vivienda y del modelo de protección social −además de los mecanismos de participación política− de forma que, sin retroceder en la protección de los derechos de las personas mayores, y en el reconocimiento de sus intereses, dé una respuesta más eficaz a los derechos e intereses de la infancia y la juventud.
Joseba Zalakain
Director del Servicio de Información e Investigación Social – SIIS