Recibí el influjo de la Iglesia Católica en la infancia; la idea del pecado y del remordimiento, la creencia en lugares como el purgatorio o el infierno, configuraron mi carácter, aunque todavía no supiera distinguir el bien del mal. Fue una labor realizada a conciencia, cocinada a fuego lento, capaz de influir en el devenir de mi vida a pesar de las mudas que pudieran acontecer en mis convicciones. El sentimiento religioso que se generó, propició que algunas fechas del calendario cobraran una gran importancia para mí. A día de hoy, solo el día de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos -1 y 2 de noviembre- han conservado un lugar destacado en mi corazón.
Hace más de una década que falleció mi ama tras padecer, durante diez años, una demencia que fue borrando su memoria. Cuando ella murió, yo quise olvidar los estragos causados por su dolencia; intentaba protegerme del dolor manteniendo los buenos recuerdos que tenía de ella.
Sin embargo, la memoria es caprichosa y se resiste a abandonar algunos aspectos sustanciales. Hoy solo quiero mencionar uno de ellos: un par de años antes de declararse su enfermedad, quizá presintiendo lo que le iba a suceder, me pidió en distintas conversaciones que, en el caso de que ella perdiera la cabeza, la ingresara en algún centro residencial y que no hiciera nada que pudiese prolongar su sufrimiento. Eran diálogos que surgían al calor de pequeños encuentros a propósito de una celebración o de una visita por motivos de salud. Charlas, aparentemente informales, pero que quedaban registradas en mi mente sin que les diera, en aquel momento, mayor importancia. En aquellas entrevistas, mi ama me iba manifestando sus voluntades de manera anticipada.
Luego, a lo largo de semanas y meses, de una forma inadvertida, mi ama se fue transformando. Se le olvidaban las cosas, no recordaba sus compromisos, lloraba por hechos que no habían sucedido,… Y, poco a poco, empezó a sentirse insegura, a tener miedo, quizá sospechase el infierno que iba a padecer. La imagen que yo tenía de ella, la de una mujer fuerte y segura de sí misma, se fue desmoronando. No quiero describir cómo fueron esos diez años de enfermedad, cualquiera que haya acompañado a un familiar querido con demencia lo sabe. Pero sí necesito reseñar alguna de las dudas que me corroyeron durante ese tiempo, mi purgatorio particular.
Durante años me pregunté cuál sería la mejor manera de respetar la voluntad que mi ama me había expresado en varias ocasiones, qué es lo que debía hacer para no traicionar a la mujer que me había dado la vida. La verdad es que no hallaba ninguna respuesta que me tranquilizase. Por una parte, pensaba en la persona que, previendo su situación, me indicaba un camino relativamente sencillo de seguir: ingresarla en un centro residencial y paliar su sufrimiento. Pero, por otra parte, me encontraba con una mujer aterrada, que no comprendía lo que le estaba sucediendo y que solicitaba mi ayuda y mi comprensión; que me pedía que no la abandonara, que la cuidara, que la protegiera, que la acogiera en mi propio hogar.
¿Qué debía hacer yo? ¿Con quién de las dos personas que conocía debía cumplir mi compromiso de amor? ¿Con la persona que me había transmitido su voluntad hacia pocos años o con la persona que demandaba mi ayuda, que me pedía que no la abandonase? ¿Cuál era la mejor manera de proceder con la persona que yo quería? Y, si finalmente tomaba una decisión, ¿cómo lidiar con el remordimiento, con el sentimiento de culpa inoculado desde la más tierna infancia?
Han pasado ya más de diez años desde su muerte. Durante su enfermedad, traté de ser honesto con ella y conmigo mismo; cuidé a mi ama lo mejor que supe, lo mejor que pude, con la ayuda de la familia. A pesar de ello, todavía hoy, siento dentro de mí un rescoldo de culpa porque no sé -nunca sabré- si lo que hice fue lo que ella hubiese deseado, si, en definitiva, fue lo mejor para ella.
Eduardo Clavé Arruabarrena
Médico jubilado, especialista en Medicina Interna, experto en Bioética
Patrono de Aubixa Fundazioa.