Abrió la ventana para refrescar el interior de la casa, fuera soplaba una brisa agradable. En ese momento escuchó la voz del nieto y se dirigió a su cuarto. Lo encontró sentado en la cama, todavía somnoliento. Entonces, el peque, extendió los brazos y él lo tomó entre los suyos.
Pensó en llevárselo de paseo por el monte, pero no estaba seguro de que fuese una buena idea, el chico acababa de cumplir tres años y su equilibrio era frágil, aún se caía con facilidad. En cuanto a él, sus piernas se habían debilitado con el paso de los años y habían perdido vigor. Consideró que debería extremar su prudencia para que nada malo le ocurriera al ser que le había devuelto las ganas de vivir.
Atravesaron el portón de la era y el crío se adelantó unos metros. Su marcha era alegre, desenfadada, zigzagueante, distraída. A cada paso se agachaba a coger algunas piedras y las tiraba por el ribazo. El abuelo insistía para que reparara en los insectos que pululaban en la tierra o en las escasas flores que resistían en el suelo, pero él solo fijaba su mirada en los guijarros que encontraba en el camino.
De repente, algo distrajo su atención y se apresuró por un terreno pedregoso. Apenas llevaba recorridos unos metros cuando la criatura tropezó con una mata de espliego y cayó de bruces al suelo. En ese instante el aire se impregnó de un aroma que trasladó al abuelo a su propia infancia: Su madre tarareaba una dulce canción en la sala hasta que se escuchó el sonido de la puerta. Ella enmudeció. Su padre se asomó por el umbral portando un ramillete de lavandas en la mano. Acercándose, la tomó por la cintura y la besó; y una secreta felicidad inundó toda la estancia. El abuelo, mientras calmaba el llanto del nieto, se sintió tan dichoso como el día en que sus padres se abrazaron enamorados en su presencia.
De regreso a casa les sorprendió el aleteo de una mariposa de vivos colores. El niño quiso cogerla, pero él se lo impidió. Le contó que las mariposas eran hadas chiquitas que tomaban prestados los colores del arco iris y le aseguró que esa noche viajarían los dos sentados en una estrella fugaz a la luna. Y aunque todavía era pequeño para comprender la magia de las palabras, con su lengua de trapo las repetía entusiasmado.
Más tarde, cuando el nieto ya se había acostado, se sentó en el porche a contemplar las estrellas y, entonces, en el fondo de su alma sintió que una presencia amorosa removía los muros del olvido.
Antes de que el niño hollara este suelo
la tierra acariciaba tus restos, vida mía.
Antes de que el rosal del jardín brotase
cientos de pétalos blancos cubrían tu rostro.
Cuánta verdad es que la vida no se detiene
pese a que la muerte celebre su siega como victoria,
pues cuando tomo la mano del niño
siento correr tu sangre por ella
y cuando acerco su cabeza a mi rostro
me invade la fragancia de tu cabello.
El día en que mi alma pueda abrazarte de nuevo,
te contaré cómo el peque reía y cantaba
y cómo retozaba en la era.
Eduardo Clavé Arruabarrena
Fotografía: Marijose Santamaría Montes