EL SECRETO DE LA MEDUSA INMORTAL

Desde que nacemos, hay un proceso biológico que acompaña inexorablemente al ser humano: el envejecimiento. Sin embargo, no tenemos la exclusiva. Prácticamente todos los animales, y en general los seres vivos, envejecen de una u otra manera. Eso sí, existen unos pocos ejemplos que no se ajustan a este patrón.

Los seres humanos albergamos decenas de órganos compuestos por más de doscientos tipos de células diferentes. Como cualquier sistema funcional y fungible, el uso desgasta parte de los elementos, bien mecánicamente por lesiones, o “simplemente” a través del paso del tiempo (envejecimiento). Las famosas células madre se encargan de regenerar los componentes que vamos perdiendo o no funcionan, reparando así nuestros tejidos y órganos para que podamos continuar con nuestras vidas. Estos procesos de renovación tienen, en el caso de los humanos, importantes limitaciones. Por el contrario, ciertas especies de peces y salamandras son capaces de regenerar extremidades completas o incluso partes significativas del corazón. En cualquier caso, acaban también envejeciendo y muriendo. Sin embargo, existen unos pocos ejemplos de animales con distintas estrategias contra el envejecimiento, entre ellos, una pequeña medusa llamada Turritopsis dohrnii. Esta medusa es capaz de identificar condiciones dañinas en el ambiente. Cuando se da cuenta de que el entorno es hostil o tóxico, cuando tiene lesiones o está enferma, es capaz de revertir desde el estadio adulto hasta el punto de partida de su desarrollo. Una vez que las condiciones son más propicias, es capaz de madurar nuevamente hasta volver a convertirse en una medusa adulta.

En los últimos años, los estudios más avanzados en genética humana nos han permitido entender parte del origen de las enfermedades más graves y comunes que azotan a la humanidad, como por ejemplo la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Tomemos como ejemplo el caso del índice de masa corporal (IMC), que básicamente refleja el peso de una persona. Cuanto más elevado es este índice y por lo tanto, el peso, el riesgo de padecer diabetes y enfermedades cardiovasculares se incrementa notablemente. Hasta hace no mucho se pensaba que el aumento del IMC estaba determinado por genes que afectan al tejido graso y a los adipocitos. Ahora, sin embargo, sabemos que la mayoría de estos genes ejercen principalmente su función en nuestras neuronas. ¿Qué significa esto? Pues que nuestra personalidad, hábitos y querencias (en definitiva, los aspectos psicológicos que determinan nuestras decisiones a la hora de relacionarnos con el ambiente que nos rodea), son el principal determinante de nuestro IMC. Es importante dejar claro que esto no significa que las personas con sobrepeso deban ser culpadas de su condición. Sería como culpar a alguien por perder una partida de cartas porque se le ha repartido una mala mano. Lo que sí que podemos conseguir, dependiendo de cómo juguemos, es alargar la partida de la mejor manera y el máximo tiempo posible.

En definitiva, no es tanto la inmortalidad (que posiblemente los humanos seamos capaces de alcanzar tecnológicamente en un futuro) como su comportamiento y su capacidad de identificar y alejarse de aquello que las daña lo que realmente distingue a estas pequeñas medusas de los seres humanos. Aunque lográramos la receta para escapar al envejecimiento natural, solo podríamos disfrutar de una longevidad saludable reconociendo y cambiando nuestras propias conductas perniciosas.

Iván Cárcamo-Orive

Doctor en Biología

Investigador Senior. Universidad de Stanford